El Eurogrupo empieza a abordar la renovación de un marco obsoleto que no favorece a las economías ni permite vigilancias o el cumplimiento de los objetivos fiscales

En la Unión Europea hay un buen número de debates difíciles, debates estancados y debates estériles, pero hay pocos casos como el de las reglas fiscales. Las actuales, que algunos académicos han comparado con la Catedral de Ávila («la estructura original es aún reconocible, pero todos los añadidos posteriores hacen que sea dificilísimo percibir la consistencia del conjunto») empezaron tras Maastricht (1992) y se definieron principalmente del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (1997). Tenían buena intención, pero no funcionó.

La idea de fijar dos parámetros exigentes y fijos, un 3% de déficit como máximo y un nivel de endeudamiento público del 60%, buscaba transparencia, simplicidad y coordinación entre los socios, pero pronto se demostró inasumible. Las violaciones fueron constantes y forzar su cumplimiento se volvió una tarea imposible en Bruselas. Desde entonces se han ido ampliando, parcheando e incluso endureciendo, pero el resultado es todavía peor, un desastre que deja a todo el mundo descontento y ha creado fricciones permanentes. No funcionan y toca cambiarlas, pero la pelea para incluso definir en qué dirección se ha vuelto incómoda, desagradable y sorprendentemente indefinida.

La discusión teórica, a nivel político y académico, lleva años abierta, desde la crisis de deuda y del euro. Los países más afectados entonces, y que con la pandemia han vuelto a sufrir las sacudidas más fuertes, quieren que se use la experiencia de la última década, las lecciones aprendidas, para no volver a repetir los errores que llevaron a la austeridad, y ponen de ejemplo la recuperación lograda ahora tras inversiones conjuntas sin precedentes y medidas de intervención casi sin límites. Los más ortodoxos, con los sospechosos habituales a la cabeza, aceptan que hay que dar una buena mano de obra a la estructura, que no ha soportado bien el paso del tiempo, pero discrepan en la receta y reiteran su mantra: «las nuevas propuestas no pueden poner en peligro la sostenibilidad fiscal de los Estados, la Eurozona o la UE en su conjunto», explican en un documento firmado por los ministros de Economía de ocho socios, encabezados por Países Bajos, Finlandia y Austria. Su mensaje es claro: sí a la reforma, pero no a la relajación de las reglas.

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